Humanidad en situación límite: pandemia, guerra y grieta
Cómo la realidad pandémica devela nuestra existencia relacional, y cuáles son las actuales
formas de negación que multiplica el sufrimiento.
Por Gaspar Segafredo psicólogo existencial y relacional. Autor de ¿Quiénes somos después de la
pandemia?
La pandemia como crisis global y ahora la guerra en Ucrania como amenaza de un estallido
nuclear, ¿podrían pensarse como situaciones límite que vive la humanidad, con riesgos
abismales y, al mismo tiempo, posibilidades de comprensión y desarrollo? En este contradictorio
contexto global-fragmentado, ¿hay forma de pensar en una humanidad y en la interrelación de
quienes formamos parte de ella? ¿Qué podría revelarnos la crisis que atravesamos?
Enfrentarse a la muerte o a la conciencia de la propia mortalidad por alguna circunstancia
repentina es la situación límite por antonomasia. Karl Jaspers, filósofo y psiquiatra existencial
planteaba las situaciones límite como “situaciones insuperables en las que se despierta a la
existencia y hay un naufragio de la realidad inmediata”. Esto genera sufrimiento, nos confronta
con la finitud, con la incertidumbre y el cambio constante de la vida. Al mismo tiempo, esta misma
conciencia convoca a revisar nuestras formas de vida previas, y posiblemente a replantear
prioridades. En la psicología clínica con orientación existencial, las situaciones límite en la vida de
una persona son la vía regia al ser. Momentos de gran angustia y riesgo de patología, que, al
desarmar el automatismo cotidiano, abren la posibilidad de despertar al propio devenir, a nuestros
valores profundos, y a desplegar nuestra creatividad en nuevas formas de vida. Son preguntas
que nos hace la vida.
En el caso de la pandemia, por primera vez en la historia de la humanidad se vivió una
crisis global y sincrónica donde hubo un corte en la cotidianidad, en los proyectos personales y
colectivos, y una gran cercanía con la muerte. En el momento más álgido, incluso hubo cierta
conciencia inédita de la posibilidad de extinción de la humanidad, literal como la de los
dinosaurios y simbólica en cuanto a forma de vida. Porque ya no se trataba de un cambio
climático “abstracto”, cuyas consecuentes catástrofes naturales ocurrían lejos para la mayoría de
nosotros o en un futuro indefinido; ni de la indigencia de “otros” desde el punto de vista de
quienes no sufrimos el hambre. La pandemia golpeó a todos, en el cuerpo, en los vínculos, en las
pérdidas más o menos significativas que vivió cada uno. Como ha explicado el filósofo Edgar
Morin, la pandemia ha sido una megacrisis, que pudo hacernos reflexionar individual y
colectivamente sobre nuestro modo de vida, incluso sobre cómo la contemporánea estructura
productiva es insostenible para la Tierra y para gran parte de la población que está bajo la línea
de pobreza, y cómo esta “era planetaria” precisa otra forma de vida que reconozca nuestro
“destino terrestre”.
Una de las revelaciones pandémicas es la de nuestra inexorable vincularidad; es decir, la
de nuestra existencia relacional. Hemos comprendido que estamos relacionados corporalmente,
de China a la Argentina. También se hizo evidente nuestra vincularidad con la naturaleza, que
reverdeció en el momento de nuestro freno productivo. Y hemos visto cómo este mismo parate
económico internacional afectó el desempleo local. Por otra parte, el aislamiento también nos
permitió apreciar la importancia de los vínculos afectivos que antes dábamos por sentado; la
vitalidad de los abrazos que hemos dejado de darnos; la gratitud de encontrarnos con familia,
amigos, de festejar un cumpleaños. Incluso a nivel de política nacional, por un par de meses la
pandemia pudo tender un puente (al menos aparente) sobre la grieta, entre oficialismo y
oposición. La gravedad relacional de la situación de salud colectiva, llevó a un breve encuentro
entre nuestros representantes.
Sin embargo, todo esto duró poco, o nunca terminó de desplegarse del todo. El excluyente
paradigma nosotros-ellos, que al bloquear el diálogo y el encuentro niega la vincularidad y
pretende la ilusión del aislamiento frente a la interdependencia, se reactivó con mucha fuerza, a
distintos niveles. A escala internacional, la invasión de Rusia en Ucrania y su trasfondo
geopolítico, con reminiscencias imperialistas y bipolares que atrasan medio siglo y de las que
también participan EEUU y la OTAN. Con toda la muerte y el sufrimiento evitable que esto implica
para quienes padecen este conflicto militar, y, al menos, para las dos siguientes generaciones.
Por otro lado, a escala nacional y con un nivel de gravedad manifiesto mucho menor, pero
con un daño crónico, la política argentina continúa el ya tradicional paradigma tribal nosotros-ellos
que sostiene y reproduce la grieta, en un ciclo sin fin del fracaso de proyectos de país que en
muchos sentidos se definen por la negación y acusación del otro. Hoy esto ocurre tanto entre
oficialismo y oposición, como dentro de las coaliciones de ambos. Una cosa es disentir, otra es
negar la posibilidad de encuentro y de construir sentidos colectivos, por ejemplo a través de
grandes ejes de políticas públicas consensuadas que se pudieran mantener más allá de las
alternancias de gobierno.
Asimismo, la distancia y el anonimato del espacio virtual y de las redes sociales, así como
la reducción del propio mundo al que llevan los algoritmos, a veces pueden acentuar esta
exclusión de la alteridad. Uno no ve al otro mientras lo insulta por Twitter. Cuanto mayor sea la
mediación de la comunicación, más se facilita la cosificación y deshumanización del otro, y por lo
tanto la falta de encuentro. Por otra parte, la hiperinformación y la hipercomunicación en la que
estamos inmersos, también facilitan la difusión acrítica y automática de noticias falsas, que
respondan a los propios prejuicios y creencias en un monólogo excluyente.
En el fondo de la crisis pandémica, pareciera estar la revelación encarnada de que el
paradigma nosotros-ellos es poco realista. El llamado de nuestro tiempo quizá sea el de crear
nuevas y amplias formas de encuentro, reconocer el nosotros que incluye a la alteridad como
interdependencia, no como fusión. El filósofo Martin Buber explica el encuentro Yo-Tú como un
reconocimiento mutuo y una apertura a participar del ser del otro y a abrir el propio ser al otro.
Implica un vínculo co-construido y la alteridad como fin en sí mismo, a diferencia del intercambio
donde se cosifica e instrumentaliza. Los psicoterapeutas conocemos bien el poder curativo del
vínculo y del encuentro que lo nutre. Asimismo, cada cual en su vida cotidiana puede generar
nuevas formas de encuentro Yo-Tú. Tal vez crear una política cotidiana del encuentro, pueda
salvarnos.
*Psicólogo existencial y relacional